siete suelas”. Al reiterar la palabra ladrón e incorporar
el calificativo “corrupto”, acompañado de la locución
adjetiva “de siete suelas”, Chávez superlativiza la
ofensa porque el número de suelas (tres, cuatro o siete)
está relacionado con la condición de pícaro o bellaco
(Panizo Rodríguez, s.f.). Por último, con la metáfora
“caimanes del mismo pozo” mide a los dos personajes,
Toledo y García, con el mismo rasero: traza un perfil
ético de ellos cuando los asocia con estos reptiles ‒
astutos, taimados y maliciosos‒ y comunica que entre
ambos no hay diferencia alguna.
Dimensión crítico-reflexiva
En el Diccionario de la lengua española (RAEa,
2023) se define “insulto” como la acción de “ofender
a alguien provocándolo e irritándolo con palabras”,
dicho de otra forma: insultar es un acto deliberado
y voluntario. Pragmáticamente relacionado con la
anticortesía, se conceptúa como un comportamiento
hostil (Rodríguez-Noriega, 2020) e implica una
predicación cualitativa negativa que se comunica
mediante sustantivos y adjetivos vinculados con
dominios socialmente censurados o estigmatizados
(Colin Rodea, 2003 en Rodríguez-Noriega, 2020).
En la interpretación de los insultos, condicionada
socioculturalmente, intervienen también otras esferas:
la sexual, la escatológica, la religiosa, la política y la
ética. Entonces, no solo las palabras, sino la intención,
el tono y el modo, hacen que expresiones no ofensivas
semánticamente puedan tornarse insultos. Esto ocurre
muy especialmente durante la comunicación oral.
Por tratarse de un fenómeno pragmático de
base semántica, insultar tiene un efecto cognitivo o
conceptual, y su intención descalificante constituye
una agresión. Significa la ruptura de normas sociales
y entre sus funciones está la de legitimar un orden
moral y una jerarquía (Guimaraes, 2003, como se cito
en Colin Rodea, 2007). Bolívar (2008, 2019) asume
el insulto como un rasgo de la cultura antidiálogo,
propia del populismo autoritario y militarista, que se
manifiesta en dos direcciones: en el discurso y en la
acción política. Esto quiere decir que, como acto de
habla, no se queda en la ilocución, también tiene valor
perlocutivo.
La declaración de Hugo Chávez en La Habana
respondía a la nota de protesta del Gobierno peruano
por la crítica que el mandatario venezolano le había
hecho al candidato y expresidente Alan García.
En dicha nota se calificaba lo dicho por Chávez
como “persistente y flagrante intromisión en los
asuntos internos”. Otro factor perturbador fue que el
mandatario venezolano no ocultaba su aprecio por
Ollanta Humala, también candidato a la contienda
electoral en Perú. Las palabras se concretaron en
hechos cuando Toledo ordenó el regreso a Lima del
embajador peruano, acción replicada días más tarde
por el presidente venezolano.
Una revisión exhaustiva del proceder
de Chávez Frías en escenarios nacionales e
internacionales revela como estrategia frecuente el
uso de insultos de distinto tenor con la finalidad de
provocar, causar controversia y llamar la atención,
obviando de manera intencionada cualquier norma
protocolar impuesta por el contexto, la situación, el
momento político o la jerarquía del destinatario. Muy
mediático, la transgresión de normas o convenciones
le garantizaba cobertura nacional e internacional en
periódicos, portales noticiosos y redes sociales. Su estilo
desmesurado, lleno de gritos, amenazas y afrentas,
ha sido replicado por Nicolás Maduro Moros, quien
lo sucedió en la Presidencia, pero también por otros
miembros del alto gobierno: ministros, parlamentarios,
dirigentes políticos. En palabras de Bolívar (2019: 27-
28), “la agresión verbal puesta en práctica por Chávez
y continuada por Maduro” comenzó como descortesía
estratégica y se convirtió en un tipo de anticortesía que
ha generado violencia verbal y física; se trata del insulto
como “acción intencional selectiva” cuyos destinatarios
son “escogidos con fines políticos”.
En virtud de lo explicado, cabe afirmar que
la cualidad de feo en el insulto chavomadurista se
manifiesta en forma directa a través de los significados
léxicos, pero la virulencia, la chabacanería, la omisión
de convenciones protocolares, la tosquedad en las
formas y el culto a la zafiedad (Alemany, 2019)
acentúan dicha cualidad.
In2
Delcy Rodríguez (2017): “No me equivoco
cuando afirmo que el Señor Almagro es un mentiroso,
deshonesto, malhechor y mercenario. Un traidor a
todo lo que representa la dignidad de un diplomático
latinoamericano” [énfasis añadido].