24
El contagio y la metonimia
El suplicio de Mezencio, descrito por Virgilio y
restablecido bajo el gobierno de Macrino, consistía en atar
cadáveres a personas vivas y obligarlas a morir consumidas
por el prolongado contagio. El cuerpo vivo atado a uno en
putrefacción no expresa con delidad la relación entre los
elementos de la lengua, pero, sin duda, permite entrever
la gura del contagio, lo inevitable de que, en el contacto,
la frontera se desdibuje, y, aunque “cuerpos” diferentes, se
permee lo “uno” en lo “otro”. Es al contagio, precisamente,
a lo que nos enfrentamos en la metonimia, aunque en la
terminología retórica se hable de contigüidad. En esta
precisión léxica, se empieza a notar ya la confrontación
entre dos “lecturas” que se ubican en veras contrarias
–metafóricamente hablando–. Por un lado, la gura
del contagio que nos aproxima al movimiento de la
diérance; por otro, la contigüidad como término inserto
en el análisis estructural de la lingüística, vinculada –en
este caso– a la literatura.
Le Guern es, probablemente, quien ha leído con
mayor sistematicidad didáctica la metonimia. Para él, las
relaciones metonímicas –dice en su texto canónico La
metáfora y la metonimia– se leen como relaciones entre
realidades extralingüísticas, entre objetos que se designan
con el nombre de otros objetos. Estos objetos, a su vez,
conforman –cada uno de ellos– “un todo”, y, sin embargo,
son “tributarios” de “otro”, sea por su “existencia” o por su
“manera de ser” (esta dinámica relacional se encuentra
también en Fontanier). Le Guern (1978) entiende que la
metonimia encierra una elipsis: se elide cuando se dice
“la causa por el efecto”, “el continente por el contenido”…
“el signo por la cosa signicada”. Las categorías de la
metonimia se establecen, entonces, en sentido estricto, a
partir de elidir “la expresión de la relación que caracteriza
cada categoría” –al mismo tiempo, los grados de esa
elipsis permiten entender la diferencia entre metonimia y
sinécdoque, que es, según Jakobson y Le Guern entienden,
una “metonimia en sentido amplio”– (cfr. Le Guern, 1978,
pp. 26-32).
Detengámonos en la elipsis, pues ella misma
es presencia en ausencia –o ausencia que constituye lo
presente–. En ese elidir que opera dentro de la metonimia,
la elipsis no es “pura y simple elipsis”, sino movimiento
de ausencia-presencia que responde, a su vez, a dos
“naturalezas”: por una parte, comparativa y, por otra,
contextual. En ese sentido, en la metonimia, por un lado,
hay relación entre dos “realidades” donde una presta a la
otra su nominación, y, por otro, “pertenencia” a un contexto
que aporta “elementos de información”. La descripción de
todo este entramado estructuralista binario nos acerca,
como se advierte, al movimiento de la diérance, pues,
en un “ejercicio lingüístico” estructural como el descrito,
no cabe duda de que la “unidad presente y autorreferente”
de la palabra se muestra como falsa, o, cuando menos,
equívoca.
Como lee Derrida –a través de Saussure–, la lengua
no es sino diferencias, y estas diferencias son “‘producidas’
–diferidas– por la diérance”. Pero ese “producidas” no
remite ni a un quién ni a un qué, pues la diérance escapa
de la prisión metafísica del “existente-presente”: no es
producida por un sujeto, es ella el movimiento de “juego”
de las diferencias en la lengua y, también, el rodeo “por
el cual debo pasar para hablar”; en suma, la diérance es
previa al sujeto –incluso al hablante–. Es comprensible
que, en este punto, sea difícil seguir el movimiento de
la diérance, pues resulta –dada la estructura fono y
logocéntrica de la metafísica– inaccesible aquello que no
se “hace presente”, sea como hypokeimenon o como ousía.
Si precisamos: “la categoría del sujeto no puede y no ha
podido nunca pensarse sin la referencia a la presencia [...],
el sujeto como conciencia nunca ha podido anunciarse de
otra manera que como presencia para sí mismo” (Derrida,
1994, p. 51). ¿Cómo entender la diérance, en tanto
movimiento que no responde a un sistema de “actividad
y pasividad” o “causa y efecto”, si la conciencia, en tanto
matriz del ser en la metafísica, ha sido constituida sobre “el
privilegio concedido al presente”?
Pero, ahora, volvamos a la metonimia. En el
poema de Perlongher (2006), “hay cadáveres” en ausencia
de cuerpos. Hay cadáveres “en la trilla de un tren que
nunca se detiene/ En la estela de un barco que naufraga/
En una olilla, que se desvanece” (p. 52), es decir, allí donde
no cabe un cuerpo. Hay cadáveres, entonces, no como
cuerpos en presencia, sino en la ausencia de ese “aquél que
ayer no más…”. Hay cadáveres incluso “en el ribete de la
cola del tapado de seda de la novia, que no se casa porque
su novio ha/ ....................!” (pp. 53-54) porque no los hay
como “presente en otro lugar”, sino como ausencia que,
en tanto huella, se ha inscripto en todo otro elemento:
hay cadáveres en tanto metonimia de la muerte y la
desaparición, y siempre en el juego doble de la relación y
Baquero, J. Rev. Educ. Art. y Com. Vol. 12 Nro. 1, Enero-junio 2023: 20-28