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una rama muerta; caí al suelo sin ánimo,
sin fuerza, sin vitalidad, con una profunda
compasión por aquel a quien pertenecía, pero
con un dolor eterno por su deliberado extravío
(p. 162).
Más recientemente, en el siglo XX, el narrador
y poeta español Gómez de la Serna (2000) ofrece
relatos cínicos y lúdicos en los que los objetos más
comunes adquieren vida, como ocurre en Lo que
ven las botellas, en el que estos contenedores de
licor ostentan “una conciencia secreta” (p. 36). Estas
botellas observan, escuchan, meditan o reexionan,
incluso se burlan y hablan entre sí cuando las personas
abandonan el lugar. El narrador asevera al respecto:
¡Lo que ven las botellas! Si yo fuese detective
contaría siempre con ellas y lograría el invento
de saber lo que han visto, impresionándolas en
una placa muy sensible. — ¿Había una botella en
el lugar del crimen? ¡Venga esa botella! (p. 35).
El mecanismo simbólico que permite que los
objetos inertes sean seres vivos y singulares se
retrotrae, en la literatura, a sus propios inicios escritos,
esto es, a la producción textual mesopotámica, como
ya señalamos anteriormente con el caso del mito
de Ninurta y las piedras. Nada comprobable puede
armarse de la literatura oral anterior. A partir de allí,
esta expresión simbólica acompañará a las literaturas
de todos los tiempos, como ocurre con los anillos
mágicos medievales (verbigracia, El Caballero del
León, de Chrétien de Troyes), o con los caballos de
concha marina de la epopeya tibetana de Gesar de
Ling; o el toro de zaro con poderes mágicos del
templo Hiranyavarna Mahavihar en el cuento nepalí
El toro azul, bóvido que cobró vida gracias al deseo
del dios Mahadeo (cf. Giménez Morote, 2001, pp. 26-
28). Luego, cuando el toro estaba en el templo del dios,
los ociantes religiosos de la comunidad, por medio
de un prolongado ejercicio tántrico, lograron hacer
que el toro volviera a cobrar vida y saliera del templo.
Sin embargo, el dios, contraatacando, hizo que el
animal perdiera el rumbo y vagara hasta desaparecer.
A pesar de ello, tiempo después, bajo ciertos tránsitos
astrológicos, al toro de zaro se le veía vagar de
noche y oírsele bramar. Este tipo de animaciones son
comunes, pero no exclusivas, en toda la literatura
fantástica, maravillosa, gótica e, incluso, surrealista.
Sin duda, esta fascinación ante el objeto en el que
se reconoce a un ser vivo e intencionado, aún es un
componente mítico que no ha abandonado al hombre
moderno, el cual posee una relación sumamente
intensa y profunda con los objetos, trátese de cosas
artesanales, industriales, virtuales o de antigüedades,
como le sucede al protagonista de La cabellera, del
escritor francés del siglo XIX Maupassant (2007),
cuando topa con un mueble italiano del siglo XVII en
una tienda:
¡Qué cosa singular es la tentación! Se mira
un objeto y, poco a poco, te seduce, te turba,
te invade como haría un rostro de mujer. Su
encanto penetra en nosotros, encanto extraño
que proviene de su forma, de su color, de
su sionomía de cosa; y ya lo amamos, lo
deseamos, lo queremos. Nos invade una
necesidad de posesión, necesidad dulce al
principio, como tímida, pero que aumenta, se
vuelve violenta, irresistible. (p. 175).
Luego, en su casa, tras hurgar de modo exhaustivo
el mueble, descubre un compartimiento secreto donde
se escondía una caballera de mujer, otro objeto que,
en su calidad de ser, subyuga al protagonista, quien
comenta: “La tuve mucho, muchísimo tiempo entre
mis manos; luego me pareció que se agitaba, como si
algo de su alma hubiera permanecido oculto dentro.”
(p. 177). Este hombre, dominado por el poder de la
cabellera, atónito por su belleza, vuelve a ella una y
otra vez: “Luego, una vez que había terminado de
acariciarla, después de volver a cerrar el mueble,
seguía sintiéndola allí, como si hubiera sido un ser
vivo, oculto, prisionero; la sentía y seguía deseándola”
(p. 179). A tal punto se hizo esta relación estrecha que
el protagonista tuvo la oportunidad de ser visitado por
la muerta dueña de la cabellera y acostarse con ella,
como si el ser de la mujer, plegado en la cabellera se
hubiera desplegado. En n, este hombre daba paseos
por la ciudad junto a “su mujer”, llevándola, incluso, al
teatro. Terminó en un psiquiátrico, preso y despojado
de su amada cabellera.
Useche, A. Rev. Educ. Art. y Com. Vol. 12 Nro. 2, Julio-diciembre 2023: 36-47